El 15 de septiembre de 1818, hace doscientos años, don José Vicente Vázquez Figueroa salía desterrado de Madrid con destino a Santiago de Compostela, un lugar de la periferia peninsular para que estuviera suficientemente alejado de la corte, amén de que el clima húmedo de Galicia era gravemente perjudicial para su salud. Era lo que se buscaba con los destierros de la Corte: lo suficientemente lejos y perjudiciales para quien era castigado. Vázquez Figueroa era un gaditano, marino de profesión con una hoja de servicios intachable. Había luchado contra los ingleses y, habiendo sido hecho prisionero, éstos lo pusieron en libertad por su heroísmo en el combate. Durante la guerra de la Independencia peleó contra los franceses y participó en la defensa de su ciudad natal, ejerciendo interinamente como ministro de Marina, ocupándose del vital abastecimiento de la ciudad asediada. Al frente de la secretaría de Marina lo puso Fernando VII y desempeñó el cargo, hasta cuarenta y ocho antes de ser condenado al destierro. La pena le fue comunicada a la una de la madrugada y llevaba la orden de abandonar la Corte antes del amanecer. Afrontaba el castigo por ser un hombre recto y cabal. Había denunciado ante el monarca un escandaloso caso de corrupción. Le ocurría como a don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, que también desempeño el ministerio de Marina y a quien bajo el reinado de Fernando VI desterraron, primero a Granada y más tarde al Puerto de Santa María, entre otras cosas, por denunciar un tratado con Portugal que era lesivo para los intereses de España. Se cuenta que, el entonces embajador inglés en Madrid, Benjamin Keene, que había sido pieza fundamental en la intriga que acabó con la caída de don Zenón, celebró su destierro afirmando que en los astilleros españoles se dejarían de construir tanto barco como había impulsado el ministro.
Vázquez Figueroa caminaba hacia el destierro por denunciar que los cinco navíos y tres fragatas —la flota española había casi desaparecido tras la derrota de Trafalgar—, que se habían comprado a Rusia para llevar tropas al otro lado del Atlántico y luchar contra los insurgentes americanos, estaban carcomidos. Aquello había sido obra de la camarilla real, dirigida por Ugarte y Eguía, con la colaboración del embajador ruso Tattisseheff. El cesado ministro estaba en lo cierto porque aquellos barcos estaban podridos y nunca pudieron llevar acabo la misión de trasladar las tropas al otro lado del Atlántico. Su delito fue decírselo a un monarca que ejercía el poder de forma absoluta.
En 1820, con la llegada de los liberales al poder, ejerció como Consejero de Estado, nombrado por las Cortes. Al imponerse de nuevo en 1823 el absolutismo fernandino, tras la intervención de los llamados Cien mil Hijos de San Luis, padeció un nuevo destierro que había de cumplir en una localidad que estuviera situada a más de treinta leguas —unos ciento setenta kilómetros— de la corte. En 1826 el monarca le levantó el castigo y le propuso que se encargase nuevamente del ministerio, pero el ilustre marino rechazó el ofrecimiento regio. Volvió a ser por tercera vez ministro de Marina, tras la muerte del rey felón, durante la regencia de maría Cristina, llevando acabo una meritoria labor en el terreno de los recursos humanos y materiales de la armada.
Hoy, que hace doscientos años de la condena a un hombre decente, he querido recordar a don José Vicente Vázquez Figueroa.
(Publicada en ABC Córdoba el 15 de septiembre de 2018 en esta dirección)